Nuestra sidra, cristalina y transparente, nos habla de nuestros caseríos. De nuestros montes. De la historia de Euskal Herria.
Su nacimiento, su fuerte entronque con la personalidad de nuestro pueblo, se difuminan en la noche de los tiempos. Hoy, cuando un trago de sidra se desliza alegre en nuestra boca, sentimos que nos habla de sus orígenes. De nuestro propio pasado. Esta tierra, el sol, la lluvia y los esmerados cuidados de nuestros mayores, hacían que el manzano se encontrara en el ambiente más adecuado. En todos los montes y bosques de Euskal Herria brotaba por sí mismo. Deseoso de dar sus frutos y de que esas manzanas se hicieran sidra. Misteriosamente. Casi por brujería. Una de las tradiciones milenarias de nuestros caseríos es sin duda el proceso de elaboración de la sidra. Celosamente guardada. Transmitida de padres a hijos. De siglo en siglo. De boca en boca. Sin dejar ninguna constancia escrita.
Por eso no se encuentran antiguos documentos que nos hablen de nuestra sidra o de los manzanales que poblaban nuestras tierras. El documento de fecha más remota, de que tenemos noticia, es el diploma del rey Don Sancho el Mayor de Navarra, de 17 de Abril de 1014, por el cual se otorga una donación al Monasterio de Leire. Traducido el diploma dice: “Damos y ofrecemos… en los términos de Hernani a la orilla del mar un monasterio que se duce de San Sebastián… con las tierras, manzanales, pesqueras marítimas, etc.” Más tarde, los Fueros recogen por escrito las normas y tradiciones por las que nuestros antepasados regían su convivencia. De su lectura se deduce la extraordinaria importancia que tuvo la sidra para el desarrollo de nuestro pueblo. Por ejemplo, en el artículo XXI de Fuero de Guipúzcoa se multaba con 600 maravedíes a todo aquel que osara vender sidra mezclada con agua. Y el alcalde de su pueblo era sancionado con 20 ducados. También el manzano era defendido por el Fuero. Los cazadores tenían prohibido adentrarse en el manzanal lleno de frutos. Y su dueño tenía derecho a quedarse con cuantos animales se acercaban a pastar. Sin embargo, los castigos más fuertes se aplicaban a los daños hechos con maldad. El que con malas intenciones rompía o vaciaba una kupela era condenado a muerte. Y expatriado quien destrozara más de cinco manzanos.
En aquel tiempo, se nombraban guardas para vigilar los procesos y los plazos tradicionales para la elaboración de la sidra. Se controlaban los trabajos prensando, para que ningún desalmado vertiera agua. Y cuando el mosto llenaba las kupelas, el sidrero las sellaba, a la espera de que el orden del sorteo estableciera la fecha de apertura. Esta debía ser enunciada desde el púlpito. Y, tal como lo refleja un documento del siglo XVII, las decisiones del Ayuntamiento tenían que ratificarse con el repicar de las campanas: “…se juntó en su Ayuntamiento cerrado a son de Campana en continuación de la costumbre inmemorial y en observancia de sus fueros, buenos usos y costumbres. Dijeron sus mercedes que el día 16 de Diciembre anterior habían reconocido todas las cubas de sidra que se envasaron el año último”. Desde la Edad Media hasta nuestros días es en Guipúzcoa, limitada por los montes Aitzgorri y Aralar y el bravo mar Cantábrico, donde más puras se han conservado las tradiciones. Y donde más cuidado y más mimo se pone en todos los procesos de elaboración de la sidra.
Los guipuzcoanos han sabido desde siempre mantener el ritual de compartir una bebida sana, natural y propia. Allá donde estuvieran. Aunque su impronta y su trabajo los llevaran bien lejos. Así, cuando los pescadores salían a golpe de remo hacia Groenlandia o Terranova, siempre les acompañaba la sidra. La captura de la ballena y la pesca del bacalao eran festejadas con unos reparadores tragos. Fueron estos pescadores los que hicieron llegar la planta del manzano, y la bebida que nace de él, a Normandía y a otros lugares del mundo. Hoy, en medio de una sociedad industrializada y muchas veces artificial, los sidreros guipuzcoanos siguen escrupulosos las tradiciones heredadas de sus antepasados. Y tras las fiestas de San Sebastián, hombres y mujeres, jóvenes y mayores, acuden alegres a las sidrerías, ara seguir el rito de la probanza. Todos acercan sus vasos al cristalino chorro que deja salir el sidrero de las distintas kupelas. Compartiendo, en camaradería, una ilusión: Saborear nuestra sidra. Saborear nuestra historia. Los manzanos son prácticamente los únicos frutales que observamos en las suaves y verdes praderas de nuestros caseríos. Su cultivo, su cuidado, se ha transmitido de padres a hijos desde tiempos muy remotos. Son árboles de tamaño medio, raíces anchas y tronco endurecido. Se elevan cuatro o cinco metros hacia el cielo y otros tantos se extiende su copa. Los manzanos poseen una enorme vitalidad y se comportan de manera diferente en las distintas estaciones del año.
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